El juego como derecho del niño y responsabilidad del docente.
El Nivel Inicial, especialmente en la provincia de Buenos Aires, posee una importante
tradición en relación con el lugar que le ha dado al juego en las prácticas cotidianas.
No obstante, en los últimos años, el lugar preponderante que se le ha otorgado a los
contenidos disciplinares desde propuestas sumamente dirigidas, ha desdibujado la
importancia que dicha tradición intentó sostener.
Como adultos- docentes, ¿cuál es el espacio y el tiempo que les ofrecemos a los niños
para el pleno ejercicio de su derecho a jugar?
Ante todo, es imprescindible tener en cuenta que el juego no es algo que el niño realice
“naturalmente”; es decir, no es una capacidad natural sino una capacidad innata. Por lo
tanto, para que esa capacidad se desarrolle es necesario un otro que le dé sentido a
ciertas acciones que el niño pequeño realiza espontáneamente. De esta manera se suma
un significado cultural que, además del carácter lúdico que inaugura, opera como
inscripción de ese niño en la cultura a la cual pertenece.
Si bien la única finalidad del juego es el placer, se podría afirmar que jugando se
producen los aprendizajes más importantes: durante el juego los niños expresan sus
ideas acerca de los temas que en él aparecen, manifiestan sus esquemas conceptuales,
los confrontan con los de sus compañeros. Esto les permite rectificar lo que no es correcto
o no sirve, o ratificar sus ideas acerca de lo que conocen.
Teniendo en cuenta la función educativa central que portan las instituciones del nivel, es
imprescindible un interlocutor que propicie y favorezca el desarrollo de estos aprendizajes.
Este interlocutor debe ser el docente, quien desde una observación atenta y responsable
de cada grupo de niños, debe prever espacios y tiempos, recursos y materiales, para la
habilitación del juego.
Los docentes, como adultos de esta sociedad que tiende a desvalorizar lo creativo y lo
expresivo poniendo el acento en lo que genera un “producto”, casi siempre prevén
actividades que generen aprendizajes posibles de ser sometidos a una categorización de
evaluación cuantitativa homogénea. Así, se pone al niño en situaciones que no se
corresponden con la particularidad de la etapa infantil.
Consideraciones sobre el Juego y su relación con el Aprendizaje
“El niño no juega para aprender, pero aprende cuando juega” (Martha Glanzer)
Por ser el juego una actividad libremente elegida, no debe haber presión externa para la
manifestación espontánea del niño/a. Por lo tanto, lo que en el juego aparece es lo más
auténtico del pensamiento infantil; lo que “pone en juego” el niño/a es lo que tiene
verdadero sentido para él/ella: sus intereses, preocupaciones, curiosidad, miedos, lo
inabordable. “Jugar es jugarse, es entrar y salir de la locura…”, dice Eduardo Pavlovsky
“Es no estereotipar, es mover el orden de las cosas, inventar caminos, transformar la
mirada, simbolizar, movilizar reglas, convenir, crear, que en última instancia, es, al fin, la
gran operación del sentido…” , dice Chiqui González.
Los juegos invitan al encuentro comunicativo, lo que implica la correlación entre juego y
lenguaje, ya que ambos contribuyen a la disminución progresiva del egocentrismo del
niño/a: al jugar con otros, la necesidad de comunicarse y entenderse para llevar a cabo
ese juego, dan sentido a la palabra. De este modo, el jugar se constituye en un
importante medio para la descentración infantil.
El juego y las reglas:
Todo juego implica reglas, ya sean éstas implícitas o explícitas, preexistentes o construidas
durante el juego mismo. Esto supone entrar en diálogo con el/los otro/s para establecer
esos acuerdos que estructuran el juego, y comprometerse a cumplirlos. Trampear
significaría no respetar esos acuerdos; quien trampea queda fuera del juego y son los
mismos jugadores los que se lo hacen saber. Por lo tanto, jugar implica aprender a ser
honesto, a cumplir con lo pactado, con los acuerdos. Según Raimundo Dinello, “Se trata
de una confrontación consigo mismo, y cuanto más jugamos, más chances tenemos de
ser auténticos y sinceros. Porque en el juego no nos podemos engañar, mientras que en la
realidad social sí somos capaces de engañar al otro: el sistema puede frecuentemente
aceptar nuestra trampa”.
Frente a esto, es imprescindible ofrecerle al niño variadas oportunidades de organizar
juegos donde sean ellos los creadores de las reglas, ya que frente a situaciones
estereotipadas y reguladas siempre por el adulto, solo tienen dos posibilidades, someterse
a las reglas externas o trampear. Este punto reviste gran relevancia por el valor educativo
que el juego asegura al aprender a ser honesto, auténtico, especialmente con uno
mismo.
Establecer reglas para jugar supone, como dice Graciela Scheines, “interrumpir el orden
de la vida ordinaria, destruirlo temporalmente, para fundar, en el vacío que queda en su
lugar, el orden lúdico”. Es decir, se parte del vacío y el caos que se generan a partir de
romper con el orden establecido, para fundar un nuevo orden: el del juego. Este caos y
este vacío son un pasaje hacia el juego, una antesala del juego propiamente dicho y son
necesarios para crear las reglas que lo estructurarán.
Ante una propuesta del docente (modificación del espacio, ofrecimiento de materiales o
desde una consigna que invite a crear algo diferente) se producen estas situaciones de
caos, de vacío, de deriva. Es fundamental que el docente habilite y permita (y se permita)
ese caos, ese vacío para saber de qué manera los niños/as van estableciendo acuerdos y
decidir qué intervenciones serán necesarias para que el juego suceda. Pero si este caos y
este vacío persisten, el juego no aparece: es necesario que se atraviesen para poder
iniciar el juego.
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